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Mi Historia Trans

O de como me tardé 55 años para reconocer a una Mujer Trans

Esta semana la dedicamos a apoyar la Visibilidad Trans en México, casi en su totalidad, ya que el día de ayer fue necesario cortar la continuidad para alertar sobre un tema que pone en peligro no solo a la Comunidad Trans, como regularmente ocurre, sino que pone en peligro a toda la Comunidad LGBT+.

El asunto fue que un Partido Político, le brindó a una persona, una candidatura para una diputación en la Ciudad de México, como representante de la nuestra Comunidad LGBT+, y al preguntarle en redes sociales, cuál ha sido el trabajo que ha realizado en favor de nuestra Comunidad, porque nadie conocemos sus aportes en la lucha por nuestros Derechos, respondió de manera soberbia y agresiva.

Esta persona, de manera sarcástica, respondió con un comentario violentamente serofóbico contra las personas que vivimos con VIH o hemos desarrollado el SIDA, burlándose e inventando  efectos secundarios de estos medicamentos, que nos mantienen con vida y que tantísimo trabajo nos costó obligar al Estado a que nos los brindara, como lo manda la Constitución.

Una vez que ayer cumplimos con la obligación de informar al respecto, hoy retomamos nuestra sección cultural, para cerrar esta semana en apoyo a la Visibilización de las Hermanas y Hermanos Trans.

Yo aseguraba que mi primer contacto con personas de la Comunidad Trans, se había dado en el 1er. Festival de Teatro & SIDA, en la Ciudad de México, en 1996, al haber dirigido escénicamente, entre las personas que integraron el Taller de Teatro, a Amaranta Gómez Regalado, quien me quitó de la mente toda la porquería que tenía con respecto a las Mujeres Trans, demostrándome que son personas exactamente igual a todas nosotras, y muchas de ellas de mejor corazón, cosa que jamás terminaré de agradecérselo. Desde aquel momento iniciamos nuestra amistad.

Yo creí que Amaranta había sido mi primer contacto con ellas, pero en la madrugada de hace dos noches, recordé que había conocido a alguien a quien no supe comprender, a quien no logré entender y apoyar en aquel tiempo…

Mi Mamá Juanita me mandaba a trabajar con mi Tío Manuel a su tienda los fines de semana “para que me fuera haciendo hombrecito”.

Mi Ranchito”, que así se llamaba la tienda, estaba sobre una de las calles principales del Mercado Unidad Veracruzana, y a la que todos los días llegaban docenas de personas que venían de las rancherías cercanas al Puerto de Veracruz.

La verdad es que yo, a mis 10 años, hacía poca cosa: despachaba queso, azúcar, frijol, arroz, latería y artículos que ya estaban envueltos.

Odiaba ir, porque yo quería estar con mis amiguitos jugando, pero como no había de otra, pues me entretenía buscando los muñequitos de las secciones dominicales que publicaban los periódicos que mi Tío compraba por kilos, para envolver lo comprado, y hacer cucuruchos para despachar los huevos, porque aún no existían las bolsas de plástico, todo era de papel y de cartón.

Había un Señor, que cada vez que llegaba a La Tienda, todos los hombres que estaban ahí albureándose, esperando a que sus esposas hicieran las compras de los artículos que no vendíamos nosotros, le decían a mi Tío que ya había llegado su querida.  

Era un Señor, ya entrado en años, muy delgado, de baja estatura, que siempre usaba pantalón de vestir, con tela delgada y muy ligera, en colores un poco oscuros, arremangados en el tobillo, donde quedaban perfectamente al descubierto sus pies, que calzaban chanclas con “pata de gallo”, que era un plástico que se entraba en medio de los dos primeros dedos de cada pie.

Este Señor, siempre traía una camisa blanca, de tela ligera, arremangada, metida en el pantalón, que aseguraba con un cinturón angostito, en su muy delgadita, cintura.

Siempre caminaba como si flotara en el piso, a pesar de usar chanclas, siempre andaba muy derechito.

El color de su piel era muy morena, como la mayoría de las personas que iban a La Tienda.

Su carita, siempre mostraba alegría, inmensa alegría. Todo el tiempo mostraba un poquito los dientes, que le brillaban intensamente, casi con la misma intensidad que le brillaban sus ojitos, cada vez que veía a mi Tío Manuel.

Todas las veces que iba a La Tienda se hacía acompañar de una bolsa de mandado de plástico tejido de colores, con agarradera fuerte, también de plástico.

La piel de El Señor, siempre brillaba de manera extraordinaria, y no era por el calor, no era por el sudor. Yo sabía que era porque usaba crema “S” de Pond´s, con el mismo agradable aroma de la que usaba mi Mamá Juanita, y mis tías.

El Señor llegó una vez, en una de esas rarísimas ocasiones en que no había señores esperando a sus esposas, y que solo estábamos mi Tío Manuel y yo.

Se acercó y puso sus dos manos sobre el grueso vidrio del mostrador, que permitía ver los granos de café que cada tercer día tostábamos. Sus dos enormes y fuertes manos morenas, de piel gruesa, con las palmas callosas, con las uñas un poco crecidas, terminando en punta, en las que se veía perfectamente el brillo del transparente barniz.

Hasta que vi sus manos, me pregunté ¿en qué trabaja?, porque tiene las manos muy fuertes, curtidas le llamaban a esas manos que cargaban objetos muy pesados.

El Señor le llamó a mi Tío:

-“Manuel, ven. Acércate.” – Mi Tío se negó las primeras cuatro veces, pero finalmente se acercó.    – “¿Ves mis manos?” – Mi Tío asentó muy ligeramente con la cabeza. – “¿Qué vez Manuel?, ¿Qué vez?” – Mi Tío, no dijo nada. –“Manuel, ¿ves unas manos de mujer?” – Mi Tío bajó como de rayo su mirada para mirarme directamente a los ojos, en medio de su ampliado silencio. –“¿Sabes qué, Manuel? La gente, solo ve unas manos de hombre. Duras. Recias. Manos de albañil que carga ladrillos, y que prepara cemento, con cal y arena, para pegar esos ladrillos y hacer enormes bardas, en las casas de los ricos, mientras que yo apenas tengo una casita con techo de cartón y paredes de palma. Pero adentro de esa casita, Manuel, vivo yo, que soy una mujer, y que cuido con mucho orgullo mis manos, porque es lo único que tengo de mujer. Mis manos de mujer. ¿Las ves, Manuel? ¿Ves mis manos de mujer?”

Por primera, y única vez en mi vida, vi asustado a mi Tío, el mil amores, el que tenía regados hijos por todos lados, el que sacaba a las 12 de la noche, el último día de cada año, dos de sus pistolotas y las vaciaba tirando al aire un total de 12 balas, el que se paraba cada mañana a las 4 de la mañana para llegar a abrir La Tienda a las 5 de la mañana, a quien todos los hombres del mercado temían, el que cargaba los costales de 150 kilos de maíz, el que ordeñaba sus vacas cada domingo que no abría La Tienda, el que cargaba sus cochinos para pesarlos antes de venderlos, el que dicen, que le rompió 6 dientes, de un trancazo directo a la cara de un tipo que quiso robarle un litro de aceite, el que compró 6 casas para que en cada una de ellas vivieran sus 6 hermanas, siendo una de ellas mi Mamá Juanita.

El Señor volvió a preguntarle a mi Tío: -“¿Las ves, Manuel? ¿Ves mis manos de mujer?”. Pero mi Tío no logró emitir ni siquiera un micro sonido de asentimiento.

El Señor, mientras le hacía esas preguntas a mi Tío, había subido los brazos al aire, y había comenzado a mover lentamente, y sin detenerse, sus manos, esas manos duras, recias, fuertes, callosas, esas manos que fueron trans-mutándose ante mis propios ojos, y se fueron volviendo tersas, suaves, delicadas, con ese tono de hermosa piel morena brillosa, como cuando crees, por la costumbre, que lo que ves, es el reflejo de la luna menguante en un rincón de la playa, pero que en realidad es una hermosa sirena que te sonríe a lo lejos.

Aquí fue cuando la confusión nubló mi razón, porque cuando intenté mirar a los ojos a El Señor, él ya no estaba, El Señor ya se había ido, y nunca supe cuándo…

Y hasta hace solo un par de noches, 55 años después entendí que El Señor nunca había estado ahí, que siempre había sido La Hermosa Señora, la que compraba, las que soportaba estoicamente las burlas, la que, con una pala, hacía la mezcla de cemento, cal y arena para pegar los ladrillos rojos que cargaba, para construir bardas, para que viviera gente rica, era ella, La Hermosa Señora la que se cuidaba mucho las uñas, la que sonría y que sin pena hacía brillar todos esos dientes que no le cabían en la cara.

A mis 65 años, por fin comprendí que siempre fue La Hermosa Señora, quien con sus ojitos, de largas y enchinadas pestañas, ahora llenos de lágrimas, bajó sus manos, e hizo que de su boca saliera una bella y atenuada voz, que le dijo a mi Tío:

  • “Gracias, Manuel”.

Hasta esa noche logré ver como La Hermosa Señora se fue flotando sobre el suelo, caminando en sus elegantes zapatillas verdes, enfundada en un hermoso vestido color coral, ajustado de las caderas y suelto de la parte baja, que le permitía mover con agilidad sus pantorrillas, las cuales iban abrazadas por esas medias de seda, que usaban mis tías, y con su bolsa de mano, toda forrada de aplicaciones de marfil y carey.

La Hermosa Señora se fue danzando sobre las nubes, alegre, feliz, contenta, sonriéndole a todo aquel que tuviera la fortuna de cruzarse en su camino, acomodándose de vez en vez, entre uno y otro movimiento de caderas, los chinos de su cabello azabache.

Se perdió en medio del bullicio del Mercado Unidad Veracruzana, y esa fue la última vez que vi a La Hermosa Señora.

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